sábado, 21 de noviembre de 2009

El verdadero abandono


PRESENTACIÓN:
EL PADRE CALMEL


“El misterio de iniquidad está en marcha desde ahora”, le escribía San Pablo a la joven cristiandad de Tesalónica, hace veinte siglos.

Lector, que entiendes —no sin angustia— el significado actual de estas palabras del Apóstol, es para ti que he compuesto estos capítulos. Pero primeramente he compuesto para mí mismo estos capítulos de especulación y de exhortación.

No ignoro que es fácil perder pie, dejarse abatir al ver las potencias de apostasía universalmente invasoras que, a veces manifiestas y a menudo disfrazadas, se aplican por tantos medios en enceguecer los corazones, corromper las instituciones de la ciudad, y que han penetrado desde ahora hasta en el seno de la Iglesia de Dios.

Para no caer en el desánimo, para permanecer de pie y hacerles frente, he meditado de nuevo la enseñanza de la fe con respecto a la historia de los hombres, dejándome esclarecer y reconfortar por esa viva luz.

En esta reflexión teológica, he considerado primero un misterio central: desde la Anunciación y el Calvario, Pascua y Pentecostés, hemos entrado en la plenitud de los tiempos (Gálatas, IV; Efesios, I, 10). Es decir, que el Padre amó al mundo hasta darle a su propio Hijo Unigénito, y con Él, todos los bienes (San Juan, III, 16; Romanos, VIII, 32).

Por otra parte, la Iglesia siempre santa está fundada, para siempre con sus poderes jerárquicos definidos e indestructibles, para hacernos participar de los tesoros inefables de sabiduría y de gracia que están escondidos en el Corazón del Señor Jesús. (Prólogo del libro Teología de la Historia).


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EL VERDADERO ABANDONO

“Si Dios nos diera jefes de su mano, decía Pascal, ¡oh! cómo deberíamos obedecerles de buen corazón. La necesidad y los acontecimientos son infalibles al respecto”.

Obedecerles, y también oponérseles cuando ellos se oponen a la voluntad de Dios.

Pienso en Santa Juana de Arco, que no dijo, después de la coronación: “La necesidad en la cual me pone este rey de regateo de no combatir más por la salvación de Francia es voluntad de Dios a la cual me abandono”.

Toda su conducta pone de manifiesto que pensó: “Es ciertamente Dios quien lo permite, pero lo que Dios quiere, al menos mientras me quede un ejército, es que haga la buena guerra y la cristiana justicia”.

Más tarde ella fue quemada.

El rey pasó veinte años de diplomacia y de regateo par liberar una patria querida de Dios que habría podido liberarse en algunos meses apenas por la toma de París y Ruán, lo cual era cosa fácil inmediatamente después de la coronación.

El rey pasó veinte años a entretener entre su pueblo el principio de una política tortuosa mientras que Santa Juana de Arco había hecho brillar a los ojos de todos las luces de una política evangélica.

El rey se aprovechó de Juana de Arco, se aprovechó de la enviada de Dios, a la cual debía haber recuperado autoridad y prestigio, pero puso un velo sobre el pensamiento cristiano de Juana.


Los soldados de Juana habían combatido por una política cristiana, y era aparentemente el maquiavelismo larvado el que aprovecharía de sus combates y de sus sacrificios.


En este punto todos los falsos devotos nos dicen: “Ella había hecho coronar al rey; el rey desviaba el significado de la coronación; ¿qué importa?, el rey era legítimo. Juana de Arco no había triunfado con su política cristiana. Sólo le quedaba abandonarse. Abandono. Abandono”.

¡No!; quedaba seguir sobre las huellas de Santa Juana de Arco, entregándose a la gracia de Dios.

Confiarse a la gracia de Dios no es no hacer nada. Es hacer, permaneciendo en el amor, todo lo que está en nuestro poder.

Lo que se opone al abandono cristiano no es querer la victoria en una justa guerra, sino el terminar por ceder a la tentación de utilizar medios impuros para la victoria de una justa guerra.

Lo que se opone al abandono cristiano no es desear la destitución de los jefes maquiavélicos y la llegada de jefes dignos de este nombre, sino permitir al odio mezclarse a este deseo, es cerrar los ojos sobre la elección de los medios.

Lo que se opone al abandono cristiano no es despreciar el servilismo de los clérigos ante los poderes de iniquidad, sino odiar a los clérigos, y no acordarse de que la Iglesia es santa, olvidar que tenemos que convertirnos.

A cualquiera que no haya meditado sobre los justos levantamientos de la historia, sobre la guerra de los Macabeos, sobre las cabalgatas de Juana de Arco, sobre la expedición de Don Juan de Austria, sobre la rebelión de Budapest, a cualquiera que no haya simpatizado con los nobles insurrectos de la historia —más allá de los aprovechadores y de los provocadores— yo le rechazo el derecho a hablarme del abandono cristiano.

No sabe lo que dice. Que prosiga sus meditaciones a “baño maría”, que siga su vida edificante al fresco y comiendo en una buena mesa, que se deleite con las obras de piedad, pero que no tenga la desvergüenza de hablarme de abandono cristiano, puesto que no sabe lo que dice.

Aquél que haya comprendido que no hay fidelidad a Dios a menos de oponer una negativa inflexible a los Antíocos o a los Bedfords, a los Sélims y a los Krouchtchevs, que haya entendido de verdad que la fidelidad al Señor, a su Ley, a su Iglesia, al orden social natural exige absolutamente algunas negaciones; aquél, solo aquél está en condiciones hablar del abandono en la voluntad divina.

Solo aquél, en efecto, está en condiciones de situar el abandono a su verdadero lugar: no en la dimisión y la pereza, sino en el centro de la acción y de la empresa.

Digo que el abandono se sitúa en el centro de la acción y de la empresa; incluso cuando el abandono hace aceptar la muerte, como Santa Juana sobre la hoguera de Ruán y San Luís sobre el lecho de cenizas de Túnez; incluso entonces no es dimisión; no lo es más que nunca. Es adhesión en la noche a una voluntad divina, por la cual se prefiere más sufrir la muerte que consentir con el rechazo.

El abandono consiste en querer la voluntad divina, la intención divina, en lo que toca a nuestra propia suerte, la vida de la Iglesia, la vida de las instituciones, la salvación de la patria, en querer esta voluntad con tanta pureza y simplicidad que no se apliquen sino medios puros para realizarla y servirla.

Se usa hasta el agotamiento, y con pureza, los medios activos; cuando los medios activos se acaban, lejos rechazar la intención divina en la derrota, se persevera en creer en su victoria.

“Dios no muere”, murmura pacíficamente García Moreno cuando, golpeado de muerte por la bala del francmasón, ve hundirse toda esperanza en lo inmediato de un gobierno cristiano en Ecuador.

Dios hace cooperar todas las cosas para bien de aquéllos a quienes ama. Los une a El por todas las rupturas. Les hace comprender que, por su sacrificio, no solamente se unen El, sino que ellos permiten a la santidad vivir siempre en la santa Iglesia y a la justicia no abandonar la tierra.

El abandono no consiste en decir “Dios no quiere la cruzada; dejemos hacer a los Moros”; esa es la voz de la pereza.

El abandono no consiste en decir “Dios lo quiere y es necesario vencer de una manera u otra”; es la voz de una fidelidad muy impura.

El abandono consiste en decir “Dios lo quiere; emprendemos la acción, contando con Dios, desconfiando de nuestro propio corazón, uniendo con tanta vigilancia el rezo y los medios puros, de modo tal que la victoria no nos exalte y que la derrota no nos haga dudar nunca de la victoria de las justas causas, por muy oculta que sea esta victoria”.

“La historia del mundo, decía un Jesuita del siglo XVIII, sólo es la historia de la lucha que, desde el principio, libran las potencias del mundo y del infierno a las almas humildemente sacrificadas a la acción divina. En esta lucha todas las ventajas parecen estar del lado del orgullo, y, con todo, es la humildad la que siempre sale victoriosa… Así, todo lo que se opone al orden de Dios sólo sirve para volverlo más adorable. Todos los servidores de la iniquidad son los esclavos de la justicia, y la acción divina construye la celestial Jerusalén con las ruinas de Babilonia”.