martes, 15 de diciembre de 2009


LA ESPERANZA CRISTIANA
Y LAS ESPERANZAS HUMANAS

Al occidente y al oriente se han levantado falsos Cristos y falsos Profetas.

De muchos lados se nos promete el paraíso sobre la tierra. En particular, se prometen para esta tierra y para esta vida la liberación total, la destrucción de las servidumbres, tanto exteriores como interiores, la reunión armoniosa y feliz de todos los hombres, por fin regenerados y transfigurados.

En presencia de estas divagaciones fatales y con el fin de no dejarse extraviar, no es inútil recordar, lo más claramente posible, la naturaleza de la Esperanza Cristiana y su relación con las esperanzas humanas.

El objeto de la Esperanza Cristiana es propiamente sobrenatural y teológico; consiste en la vida eterna, la felicidad eterna con Dios.

El motivo de la Esperanza Cristiana es también sobrenatural y teológico: es la ayuda divina, la omnipotencia de la gracia de Jesucristo.

Podemos observar, a partir de la lectura de algunos textos del Nuevo Testamento, que a diferencia de los profetas antiguos Jesús no prometió a sus fieles ni tener una familia armoniosa y próspera, ni aplastar a sus enemigos, ni la honra…

Sus promesas difieren sensiblemente del cuadro idílico de la felicidad del justo que se encuentra en los profetas, los salmos y en general en todos los pasajes del Antiguo Testamento, que nos muestran al fiel de Yahvé como alguien que encuentra, ya a partir de esta tierra, la recompensa y el éxito.

Consideremos como hablan diferentemente, en período de ocupación, los antiguos profetas y el Hijo de Dios.

Jesucristo se dirigía a judíos sometidos al Imperio romano. Ahora bien, El no hace nada para liberarlos del yugo de los romanos. Les habló de otra cosa.

Esta otra cosa, es decir, el Reino Espiritual, sólo interesaba a un reducido número: ¿cuántos tenían la Esperanza Sobrenatural?

Jesucristo santificó el orden de las patrias terrestres, pero no vino según el orden temporal y de las patrias terrestres. Mi reino no es de este mundo.

Hay una muchedumbre de bienes muy importantes, perfectamente honestos y deseables, sobre los cuales Jesús no hizo ninguna promesa a sus discípulos.

Que se revuelvan en todos los sentido los Evangelios y las Epístolas de San Pablo, y no se llegará a encontrar ninguna promesa relativa a los bienes temporales.

¿Qué conclusión extraer? ¿Que estos bienes no cuentan? ¿Que no debemos esperar ni trabajar por obtenerlos? No, indudablemente. Ni los Evangelios ni San Pablo pretenden nada semejante; dicen incluso sobre un punto, sobre el punto capital del matrimonio y de la familia, que este primer bien de los bienes terrestres es de la más alta importancia y dignidad. Releamos más bien la Epístola y el Evangelio de la Misa de esponsales.

De la misma manera con respecto a la sociedad civil, el Señor hace comprender su necesidad y pide trabajar en su conservación cuando pide dar al César lo que es del César.

Los Evangelios y San Pablo nos enseñan, sin embargo, que Dios envió su Hijo no según el orden de los bienes de la naturaleza sino según los bienes de gracia.

Las promesas que se nos hacen, y que son infalibles, se refieren a los bienes de la gracia.

Con respecto a tales bienes, es decir, la felicidad eterna, la unión con Dios a partir de esta tierra, la victoria sobre el pecado, Jesús nos hizo promesas que no pueden ser más formales, y las selló con su propia Sangre.

Jesucristo vino según el orden de la Caridad, no según el orden de los espíritus y cuerpos.

La consecuencia es la siguiente: Jesús no nos da a esperar los bienes terrestres, incluso el mejor; nos da a esperar los bienes celestiales, y respecto de los bienes terrestres pone en nuestros corazones algunas disposiciones para esperarlos, poseerlos o renunciar a ellos.

Jesús no nos dice que los bienes terrestres no valen nada cuando de hecho son buenos. Nos enseña la infinita superioridad de los bienes celestiales y nos dice cómo ser buenos nosotros mismos en la preocupación, o la privación, o la posesión de los bienes terrestres.

Lo que nos concede es, como dice la oración del tercer domingo después de Pentecostés, pasar a través de los bienes temporales de manera de poder obtener los bienes eternos.

Los bienes terrenos, después del primer pecado, se encuentran en una situación muy particular: la armonía que existía entre el hombre y estos bienes terrestres (como el amor, el trabajo, la justicia de la sociedad), esta armonía ha sido profundamente contrariada.

Es normal que cada uno de los hombres intenta restablecerla. Pero no hay ninguna certeza de que se restablecerá infaliblemente ni duraderamente.

Es natural esperarla y trabajar por lograrla. Pero es mucho más importante esperar este restablecimiento teniendo el corazón fijo más arriba.

Es necesario esperar cristianamente estos bienes terrestres, es decir, esperarlos ni como definitivos, ni como suficientes, y comprendiendo que ellos piden ser conectados con la esperanza de los bienes eternos.

La Esperanza Cristiana no cambia las leyes de las esperanzas humanas, estas humildes leyes debidas a nuestro estado de caída; pero ella purifica estas esperanzas, las alivia, las orienta y las pone en su lugar.

La Gran Cuestión para el cristiano con respecto a los bienes pasajeros es saber si se ajustan a la voluntad de Dios, si son de derecho natural y queridos por Dios para nosotros.

Si la respuesta es afirmativa, la consecuencia será desearlos según Dios y, si es necesario, dar su vida para defenderlos.

Por bienes pasajeros no entendemos en primer lugar, ni incluso sobre todo, el dinero y la riqueza, sino más bien estos bienes infinitamente más preciosos y que hacen habitable nuestra tierra de exilio.

Los bienes pasajeros consisten, en primer lugar, en una familia honesta y feliz; una profesión organizada de tal manera que el hombre pueda desarrollar sus talentos y servir al mismo tiempo a la comunidad; una patria libre y cristiana y en la cual el honor haga ley; las libertades y franquicias de los cuerpos intermedios; un Estado por fin que garantice una justa paz.

Tales bienes son queridos por Dios, y Dios quiere bendecirlos; mientras que Dios nunca ha bendecido la riqueza y los tesoros de oro o dinero; no que estos tesoros no importen de ningún modo; cuentan, pero a simple título de medio y son un medio incluso muy peligroso.

Dado el objeto de la Esperanza Cristiana, se comprende que pueda subsistir en medio de la privación de los bienes pasajeros, incluso los más humanos, los más normales, los más conformes al derecho natural.

Si nuestros deseos tienden hacia el cielo por la Esperanza Cristiana, cuando incluso todo lo que teníamos derecho a esperar para esta tierra venga a faltarnos, seremos capaces de no enfurecernos ni volvernos locos de rabia, porque esperamos que lo principal no nos faltará… Lo principal es para después de la muerte.

Intentaremos, si es posible, que estos bienes terrestres no se nos escapen, o que se nos devuelvan, pero no caeremos en la desesperación y no nos lanzaremos en empresas revolucionarias, si no se nos devuelve nada y si todo se nos escapa: ya que la parte fundamental sigue siendo inalcanzable.

Todos aquellos a los cuales la existencia mintió y que siguieron esperando en el Señor saben que esto es verdadero.

Los esposos y las esposas traicionados, los inocentes condenados y vendidos, los pobres explotados, robados y arruinados; todos éstos, todas las víctimas lamentables de ofensas y humillaciones hacen la experiencia, si son cristianos, de que la ruptura de las esperanzas terrestres no consigue destruir, sino que, al contrario, ella consolida la Esperanza de la Patria Eterna.

No consigue tampoco destruir el valor de trabajar en las cosas terrestres conformes al derecho natural, si Dios lo pide aún.

Por otra parte, el que se ocupa según Dios de los bienes conformes al derecho natural, en virtud de las inevitables pruebas constantemente es llamado a la Esperanza Celestial; decimos bien si es de verdad según Dios que se ocupa de los bienes conformes al derecho natural.

¿Qué padre, qué madre de familia, por ejemplo, queriendo, educar a sus niños en la rectitud y en la religión, chocándose con mil obstáculos, en sí mismo, en sus niños y en el mundo que lo rodea, sufriendo las inevitables separaciones, con los inevitables lutos, no comprendió que el lugar de la familia definitiva y perfecta sólo se encuentra en el Cielo, en la sociedad del Padre, del Hilo, del Espíritu Santo, y en la comunión de los Santos, que se ha convertido por fin transparente?

¿Qué hombre de buen corazón que quería prudente, pero firmemente más justicia en la institución de la que forma parte y que choca con toda clase de resistencias inicuas, dándose cuenta que todo permanece amenazado, no tuvo que comprender que el lugar de la justicia perfecta no podía ser aquí bajo y aspiró a la Ciudad Celestial, a la Nueva Jerusalén?

Todas estas observaciones van encaminadas a señalar, en primer lugar, que si la Esperanza Cristiana tiende hacia los bienes eternos, ella no impide desear los bienes conformes al derecho natural, pero los hace desear sin furia; así como el hecho de aplicarse según Dios a las tareas temporales restablece la Esperanza de los bienes eternos, si al menos la aplicación es según Dios.

Es por falta de verdadera Esperanza de la Eternidad y porque trasladan inconscientemente la Esperanza Eterna sobre bienes terrestres, incluso justos y buenos, es debido a tal descenso de la Esperanza, que tantos cristianos oscilan entre la revolución y la inercia, las tentativas absurdas de subversión y la instalación cómoda en injusticias que producen beneficio.

Si estuviesen animados por la verdadera Esperanza, serían capaces de un esfuerzo para la justicia, a la vez ardiente y paciente, encendido y tranquilo.


Consideremos ahora el motivo de la Esperanza Cristiana.

No reside en la naturaleza, las circunstancias y los acontecimientos, sino en la Gracia todopoderosa que el Padre nos concede en su Hijo, en la Redención superabundante operada por Jesucristo.

La Esperanza Cristiana hace que estamos seguros no solamente del Cielo, sino también de la gracia, cualquiera que sea la situación donde el Padre del cielo nos haya colocado, nos haya elevado o nos haya reducido.

De allí se deriva una actitud extremadamente firme con relación a las responsabilidades temporales que Dios quiere para nosotros. En virtud de la Esperanza Cristiana esperamos tener bastante Gracia para ser fieles a Dios, no solamente por ejemplo en el rezo o en las obras de apostolado, sino aún en la realización honesta de tal carga terrestre que Dios nos confió.

Haciéndonos contar con la gracia todopoderosa, la Esperanza Cristiana nos impedirá renunciar. Si tenemos, por ejemplo, que luchar por el mantenimiento de una institución de derecho natural o por su reforma, esperaremos que la gracia nos dará luchar puramente, de reanudar la batalla cualesquiera que sean los fracasos, y, si la batalla resulta imposible, de no traicionar en nuestro corazón, por el odio o bien por no sé qué desesperación sombría, una institución de derecho natural querida de Dios,

La Esperanza Cristiana, precisamente porque hace contar con la gracia para ser fiel a esto que Dios quiere actualmente en tal situación, permitirá no declarar demasiado deprisa que la batalla es imposible. Se seguirá o se reiniciará la batalla sin desaliento y sin problema, no solamente porque se contará con los recursos de la naturaleza, sino también al mismo tiempo, y más aún, con los de la gracia, que nos dará de ser fieles en esta batalla querida de Dios.


El verdadero discípulo de Jesucristo no se desalentará de la tierra: tal actitud sería cobardía y no fidelidad.

Pero el verdadero discípulo siempre será elevado por una esperanza que está más allá de la tierra. En lo más fuerte y lo más cruel de las luchas y traiciones, se acordará de las promesas que hicimos a Jesucristo.

Asegurado por estas promesas, el verdadero discípulo no es, a pesar de todo, sordo a las promesas que le hace esta tierra, pero es capaz de oírlas sin de vértigo; así mismo, no es insensible cuando la tierra indiferente o pérfida traiciona las justas promesas que hizo, pero es capaz de no enloquecer ni enfurecer por causa de esta ruptura y de esta decepción.

Las promesas que hicimos a Jesucristo, y que el verdadero discípulo persevera a escuchar en el secreto de su Corazón, no son llevadas a la ruina con las promesas y las esperanzas terrestres.

Antes bien, más que nunca espera en Jesucristo para no desesperar de hacer la tierra, aunque más no sea en un punto minúsculo, menos indigna del Reino de Dios.

El verdadero discípulo vio lo que es la tierra, y como el Maestro, sabe lo que hay en el hombre. Sabe que para millares de seres la tierra ha de seguirse por el infierno; que para una muchedumbre de seres que se cerraron a Dios durante la vida, Dios mismo, después de la muerte, no podrá alcanzarlos durante la eternidad.

Percibiendo que podría ser de este número, el verdadero discípulo se limita a esperar con una confianza de niño.

No habría pensado nunca que la vida, que con todo se revela muy injusta, le sería básicamente tan clemente, porque espera en las promesas del Hijo de Dios crucificado y resucitado.

sábado, 21 de noviembre de 2009

El verdadero abandono


PRESENTACIÓN:
EL PADRE CALMEL


“El misterio de iniquidad está en marcha desde ahora”, le escribía San Pablo a la joven cristiandad de Tesalónica, hace veinte siglos.

Lector, que entiendes —no sin angustia— el significado actual de estas palabras del Apóstol, es para ti que he compuesto estos capítulos. Pero primeramente he compuesto para mí mismo estos capítulos de especulación y de exhortación.

No ignoro que es fácil perder pie, dejarse abatir al ver las potencias de apostasía universalmente invasoras que, a veces manifiestas y a menudo disfrazadas, se aplican por tantos medios en enceguecer los corazones, corromper las instituciones de la ciudad, y que han penetrado desde ahora hasta en el seno de la Iglesia de Dios.

Para no caer en el desánimo, para permanecer de pie y hacerles frente, he meditado de nuevo la enseñanza de la fe con respecto a la historia de los hombres, dejándome esclarecer y reconfortar por esa viva luz.

En esta reflexión teológica, he considerado primero un misterio central: desde la Anunciación y el Calvario, Pascua y Pentecostés, hemos entrado en la plenitud de los tiempos (Gálatas, IV; Efesios, I, 10). Es decir, que el Padre amó al mundo hasta darle a su propio Hijo Unigénito, y con Él, todos los bienes (San Juan, III, 16; Romanos, VIII, 32).

Por otra parte, la Iglesia siempre santa está fundada, para siempre con sus poderes jerárquicos definidos e indestructibles, para hacernos participar de los tesoros inefables de sabiduría y de gracia que están escondidos en el Corazón del Señor Jesús. (Prólogo del libro Teología de la Historia).


———————————————————


EL VERDADERO ABANDONO

“Si Dios nos diera jefes de su mano, decía Pascal, ¡oh! cómo deberíamos obedecerles de buen corazón. La necesidad y los acontecimientos son infalibles al respecto”.

Obedecerles, y también oponérseles cuando ellos se oponen a la voluntad de Dios.

Pienso en Santa Juana de Arco, que no dijo, después de la coronación: “La necesidad en la cual me pone este rey de regateo de no combatir más por la salvación de Francia es voluntad de Dios a la cual me abandono”.

Toda su conducta pone de manifiesto que pensó: “Es ciertamente Dios quien lo permite, pero lo que Dios quiere, al menos mientras me quede un ejército, es que haga la buena guerra y la cristiana justicia”.

Más tarde ella fue quemada.

El rey pasó veinte años de diplomacia y de regateo par liberar una patria querida de Dios que habría podido liberarse en algunos meses apenas por la toma de París y Ruán, lo cual era cosa fácil inmediatamente después de la coronación.

El rey pasó veinte años a entretener entre su pueblo el principio de una política tortuosa mientras que Santa Juana de Arco había hecho brillar a los ojos de todos las luces de una política evangélica.

El rey se aprovechó de Juana de Arco, se aprovechó de la enviada de Dios, a la cual debía haber recuperado autoridad y prestigio, pero puso un velo sobre el pensamiento cristiano de Juana.


Los soldados de Juana habían combatido por una política cristiana, y era aparentemente el maquiavelismo larvado el que aprovecharía de sus combates y de sus sacrificios.


En este punto todos los falsos devotos nos dicen: “Ella había hecho coronar al rey; el rey desviaba el significado de la coronación; ¿qué importa?, el rey era legítimo. Juana de Arco no había triunfado con su política cristiana. Sólo le quedaba abandonarse. Abandono. Abandono”.

¡No!; quedaba seguir sobre las huellas de Santa Juana de Arco, entregándose a la gracia de Dios.

Confiarse a la gracia de Dios no es no hacer nada. Es hacer, permaneciendo en el amor, todo lo que está en nuestro poder.

Lo que se opone al abandono cristiano no es querer la victoria en una justa guerra, sino el terminar por ceder a la tentación de utilizar medios impuros para la victoria de una justa guerra.

Lo que se opone al abandono cristiano no es desear la destitución de los jefes maquiavélicos y la llegada de jefes dignos de este nombre, sino permitir al odio mezclarse a este deseo, es cerrar los ojos sobre la elección de los medios.

Lo que se opone al abandono cristiano no es despreciar el servilismo de los clérigos ante los poderes de iniquidad, sino odiar a los clérigos, y no acordarse de que la Iglesia es santa, olvidar que tenemos que convertirnos.

A cualquiera que no haya meditado sobre los justos levantamientos de la historia, sobre la guerra de los Macabeos, sobre las cabalgatas de Juana de Arco, sobre la expedición de Don Juan de Austria, sobre la rebelión de Budapest, a cualquiera que no haya simpatizado con los nobles insurrectos de la historia —más allá de los aprovechadores y de los provocadores— yo le rechazo el derecho a hablarme del abandono cristiano.

No sabe lo que dice. Que prosiga sus meditaciones a “baño maría”, que siga su vida edificante al fresco y comiendo en una buena mesa, que se deleite con las obras de piedad, pero que no tenga la desvergüenza de hablarme de abandono cristiano, puesto que no sabe lo que dice.

Aquél que haya comprendido que no hay fidelidad a Dios a menos de oponer una negativa inflexible a los Antíocos o a los Bedfords, a los Sélims y a los Krouchtchevs, que haya entendido de verdad que la fidelidad al Señor, a su Ley, a su Iglesia, al orden social natural exige absolutamente algunas negaciones; aquél, solo aquél está en condiciones hablar del abandono en la voluntad divina.

Solo aquél, en efecto, está en condiciones de situar el abandono a su verdadero lugar: no en la dimisión y la pereza, sino en el centro de la acción y de la empresa.

Digo que el abandono se sitúa en el centro de la acción y de la empresa; incluso cuando el abandono hace aceptar la muerte, como Santa Juana sobre la hoguera de Ruán y San Luís sobre el lecho de cenizas de Túnez; incluso entonces no es dimisión; no lo es más que nunca. Es adhesión en la noche a una voluntad divina, por la cual se prefiere más sufrir la muerte que consentir con el rechazo.

El abandono consiste en querer la voluntad divina, la intención divina, en lo que toca a nuestra propia suerte, la vida de la Iglesia, la vida de las instituciones, la salvación de la patria, en querer esta voluntad con tanta pureza y simplicidad que no se apliquen sino medios puros para realizarla y servirla.

Se usa hasta el agotamiento, y con pureza, los medios activos; cuando los medios activos se acaban, lejos rechazar la intención divina en la derrota, se persevera en creer en su victoria.

“Dios no muere”, murmura pacíficamente García Moreno cuando, golpeado de muerte por la bala del francmasón, ve hundirse toda esperanza en lo inmediato de un gobierno cristiano en Ecuador.

Dios hace cooperar todas las cosas para bien de aquéllos a quienes ama. Los une a El por todas las rupturas. Les hace comprender que, por su sacrificio, no solamente se unen El, sino que ellos permiten a la santidad vivir siempre en la santa Iglesia y a la justicia no abandonar la tierra.

El abandono no consiste en decir “Dios no quiere la cruzada; dejemos hacer a los Moros”; esa es la voz de la pereza.

El abandono no consiste en decir “Dios lo quiere y es necesario vencer de una manera u otra”; es la voz de una fidelidad muy impura.

El abandono consiste en decir “Dios lo quiere; emprendemos la acción, contando con Dios, desconfiando de nuestro propio corazón, uniendo con tanta vigilancia el rezo y los medios puros, de modo tal que la victoria no nos exalte y que la derrota no nos haga dudar nunca de la victoria de las justas causas, por muy oculta que sea esta victoria”.

“La historia del mundo, decía un Jesuita del siglo XVIII, sólo es la historia de la lucha que, desde el principio, libran las potencias del mundo y del infierno a las almas humildemente sacrificadas a la acción divina. En esta lucha todas las ventajas parecen estar del lado del orgullo, y, con todo, es la humildad la que siempre sale victoriosa… Así, todo lo que se opone al orden de Dios sólo sirve para volverlo más adorable. Todos los servidores de la iniquidad son los esclavos de la justicia, y la acción divina construye la celestial Jerusalén con las ruinas de Babilonia”.